OPINIÓN: «GUSTOS DIVERSOS» por Marcial García

Hace unos días, comentando un buen cartel de San Isidro del 82, que me había mandado un querido amigo, le hice un comentario de uno de los componentes, que, pese a su liderazgo, no me llenaba. Imagino que con cierta sorna, me vino a decir que la riqueza de esto estaba, está, en los diversos pareceres y enfoques del toreo.

Después de estos días pasados, de haber repasado opiniones ajenas y sopesado las mías propias -que tampoco valen mucho-, he de confesar que estoy de acuerdo, pero más desde ese “Hay gente pa to”, de atribución diversa, que desde la pura esencia del arte. Sí que es muy válido ese “Se torea como se es”, que en su día pontificó el Pasmo de Triana –Chaves Nogales dixit-, para medir la intensidad de un toreo determinado: para unos una lucha sin cuartel para otros, una forma de trasminar el perfume interior de un alma inquieta, es decir, de crear arte con el sentimiento y no buscar el desquite de personales carencias o excesos hormonales.

Ya los antiguos griegos defendían las dos tendencias del arte: apolíneo y dionisíaco.

El primero, por Febo Apolo, venía a ser el que aflora equilibrio y quietud, como la luz que rompe tinieblas o el soplo del céfiro perfumado. En el toro, el temple inspirado, la elegancia y la sutilidad del trazo. El laurel y la lira eran sus atributos.

El segundo, por Dionisos Baco, el dios del efluvio etílico y la testosterona, impulsivo, gritón, arrebatado en grito histérico, el que libera los miedos domeñados. El tirso y la copa eran los suyos.

Años más tarde, en el cuatrocento florentino, se hablaba de una variante de este modelo con una sonora palabra del “dolce stil nuovo”: TERRIBILITÁ.

Pero hasta en este mínimo consenso, hay una profunda línea divisoria que expresan como nadie dos genios como Miguel Ángel y Leonardo -o da Vinci y Buonarrotti, como prefieran. Aquí traigo dos ejemplos de expresividad impresionante y confirmación irrefutable: el dibujo preparatorio de un guerrero de Leonardo y la faz concentrada del David de Miguel Ángel.

Dos obras geniales. Pero, mientras la primera expresa la explosión del pavor y el odio contenido, la furia de muerte humillante, la segunda, en el momento justo de cargar la piedra, expresa determinación y fijeza, pero hasta una tranquila seguridad, consciente de la trascendencia de su acción, por encima de la sangre derramada.

En el toro hablamos de concepto gladiatorio -tu muerte o la mía- o del paladín, la lucha con el adversario con el honor de por medio.

A este apasionado del toro, le gusta siempre que se respete el rito, que el torero sea más sacerdote sacrificador que matarife, y si hay tragedia, que sea con la grandeza de Sófocles o Esquilo y no con la sangre y las entrañas de reyerta aviesa de callejón de lupanar.

Hay quien llega al toreo, como asidero salvífico de una vida zozobrante, que es legítimo. Pero su tauromaquia será siempre de revancha y ajuste de cuentas. No es lo mismo el torero poderoso, que el torero gladiador. El primero somete, el segundo, ejecuta.

Superada la técnica, imprescindible tanto para oficio como para arte, hay que hurgar en el alma -si la tiene- del torero. He conocido muchos toreros poderosos: majestuosos, como SM “El Viti”; apasionadamente barrocos, como Puerta (don Diego); sobrios y contundentes, como el del mechón blanco; rompedores de las leyes geométricas, como Ojeda; parcos y firmes, como el “coco” de Cantillana… Pero, por desgracia, también he tenido que soportar quien sale a la plaza, con el espíritu de la venganza sobre del mundo y sus fracasos. Seres que van al toro con el gesto desencajado, el fetor de la hormona y las formas de un matarife. Para ellos el toro nunca será la presunta víctima propiciatoria, sino el obstáculo que le cierra el camino de superar su personal ajuste de cuentas. Por eso sablean el aire a la salida de cada trapazo por alto, zapatillean el suelo con ratería de mal bailaor o sale contorneándose, como decía Vidal, “como si aquello hubiese sido la toma de Constantinopla”…

Así lo veo yo. Así se lo expongo a ustedes, que serán los que, si quieren, asientan y pongan nombres o, más seguramente, me manden donde pican los pavos. Son ustedes muy dueños. Yo, como Pedro de Luna, sigo en mis trece (XIII).

Lo otro, lo del toreo de alma, sentimiento y sutilidad, lo dejo para otra ocasión.

Pero llevas, razón, querido amigo: lo bueno de esto es la diversidad de gustos. El mío, seguramente caduco e inalcanzable, es muy otro. Y tú, lo sabes.

Por Marcial García

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