«QVO VADIS (3)» por MARCIAL GARCÍA

            Nunca pensé que al comenzar esta tercera parte, destinada a los ganaderos, me encontraría con el terrible “mazazo” de que uno de los grandes había decidido hacerse el harakiri, harto de tanta sinrazón y tanta bastarda miseria.

            Aun así, o quizás que con más fuerza, alzaré mi voz en defensa del milenario dios que han convertido en muñeco, en peluche despreciable de una mojiganga rastrera que hace tiempo perdió, no solo su carácter sacro, sino también el de espectáculo circense, desnaturalizado y feble.

            Veamos: “En el principio fue el URO…”

            Así podríamos comenzar el evangelio de la tauromaquia verdadera.

           Podríamos hablar de que su poderío, fuerza y belleza llamó la atención de nuestros antepasados de las cavernas, donde han quedado ejemplares de trapío y pinta irrecuperables, como esa ganadería gascona de Lascaux.

          También podríamos hablar de Mesopotamia y Egipto, donde ya está documentado el poder simbólico del dios-toro, asociado con la fuerza telúrica de la Luna, con el vigor genésico y con el poder divino. Una Mesopotamia donde a los dioses se les medía el poder por los pares de pitones que exhibían. Un Egipto, donde uno de los títulos más antiguos del faraón es el de “Toro poderoso”, cuyo rabo ciñe a su faldellín, como símbolo de su poder y bravura.

            Saltaríamos de años y tierras y recalaríamos en la Creta Minoica, la del Minotauro y Pasifae, la de las primeras corridas litúrgicas, la de los toreros atletas y las toreras ceñidas, que bailaban y saltaban sobre el toro, en un rito de renovación y catarsis, ante ejemplares de divina belleza, que algunos las ligan con nuestros tartesios y el viejo mito de Heracles y Gerión, el primer ganadero conocido de las marismas del Betis.

       De allí saltaríamos a los pueblos hispanos, a íberos y celtíberos, a sus luchas sagradas, a sus toros de piedra, a sus representaciones en monedas y estelas. Y a como Roma las copia malamente para los espectáculos violentos, tan alejados de la tauromaquia sagrada y elegante de Creta. Fuerza y brutalidad. Sangre sin sentido, con la que adocenar y embrutecer aquella plebe mantenida del “Panem et Circenses”, que tan hábilmente manejaban cónsules y emperadores…

           Discutiríamos si moros o cristianos sentaron las bases de la tauromaquia moderna, con sus justas, alanceamientos y cañas, con sus encierros y lidias callejeras, con sus fantasías y sus regocijos, que aún se mantienen en algunos lugares, entre la abolición y el desafío.

           Pero habrá que esperar al siglo XV para ver los primeros festejos reglamentados, la primera profesionalización de matatoros, para la fama de los primeros ganaderos, para aquellos alquimistas que iban fijando caracteres genéticos a base de selección, convirtiéndose en darwinistas antes de Darwin.

          Pero será el XVIII, con su corrida a la moderna, con sus espacios específicos, con sus primeros reglamentos y tratados, los que sienten el definitivo camino al criador de toros, al ganadero especializado.

        La popularidad del festejo y las exigencias de la profesión marcarán el camino. El ganadero guardará el misterio de su selección. El rey, igual que hizo con los caballos, exigirá yerros y registros para ganaderías y vacadas. Así se irían forjando encastes y leyendas. El criador alardea orgulloso de sus reses, marcándoles a fuego su número y yerro, pero también añadiendo la divisa, flámula colorida que delate procedencias y clase. Tanto prestigio da una buena vacada como un rancio blasón. Tanta era la gloria que podían dar los astados que hasta Borbones y Braganzas se afanaban, con sus vacadas reales, a tener los ejemplares más bravos, con mayor casta y pujanza.

         Son los tiempos heroicos. Son los tiempos del ganadero romántico y creador. De los toreros de casta, tronío y vergüenza torera. Ésos que preferían ser sus propios veedores, eligiendo los ejemplares de más trapío y pitones. Todo ello en una época sin enfermerías ni fármacos, pero con alto sentido del honor y la integridad.

          Y claro, con aquellos mimbres, los cestos de la fiesta eran firmes y brillantes. Toros que daban la gloria y también la muerte. Toreros que ganaban fama y dinero en buena lid. Toreros que empezaban a ser espejo de leyenda, objeto de admiración y protagonistas para el arte. Bronce, lienzo, partitura y mármol son caudales, junto con la letra y el estro poético, para rendir homenaje a los nuevos héroes populares. Pero siempre respetando y valorando a su oponente, velando por su pujanza e integridad, que añadía alamares de oro a su fama…

      Pero un mal día todo esto se trastocó. Los ganaderos se habían convertido en ganaduros. Los toreros en atildados e impositores, rebajando bravuras y pitones. Todo ello en un ambiente de manejos de despachos, de vetos, de imposiciones, de navajeos de prostíbulo portuario, de rufianes de diente de oro y de voceros amaestrados, conduciendo a una desafición borreguil que dejaba su dinero y su dignidad, aplaudiendo a bailarines o a falsos gladiadores, mientras la sangre brava se diluía por el sumidero de una pelea amañada…

         Claro, con un horizonte así, hasta los cuervos se espantan.

      Aún quedan algunos altivos, señores de su yerro y su divisa. Defendedores de su alcurnia y de su fama. Algunos, pero cada vez menos. La mayoría se rinde a las presiones. Otros, como las mujeres de Suli, prefieren arrojarse por el acantilado, abrazados a su manada, después de haber quemado, como en Numancia, los libros de sus registros y la gloria de su casta. Porque mejor morir con orgullo que lidiar con infamia.

            Ustedes juzgarán.

CONDE DE LA MAZA.jpg

(Al excelentísimo señor don Leopoldo Sainz de la Maza e Ybarra, conde de la Maza) -Foto: J.J.Úbeda-

 

Marcial García

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