El Día de los Santos Mártires -como decimos en las tierras arroceras- siempre ha sido fecha señalada en el calendario, para mí, especialmente. En este caso -presente año- mucho más, por lo que suponía de regreso “a la normalidad” en mi pasión y en mi vida ordinaria, después del mal recuerdo del ictus superado.
Como en casi todas mis cosas, he preferido dejar que el mundo fluya y dejarme llevar por la corriente. Pero, presentía, que iba a ser una fecha especial por tantas cosas y tantas emociones, que intuía estaban por ocurrir.
Desde estas páginas amigas de El Muletazo, quiero dejaros, esta crónica apresurada, sentado en la pérgola, debajo del olmo, sin haber abierto una página de prensa, ni siquiera digital, para no verme contaminado en la impresión de otras reseñas y haceros llegar mis impresiones lo más nítidas posible, lo más de primera mano, lo más “mías” posible.
Aquí están:
He comenzado el día con mi rutina habitual. Apenas clareaba, he comenzado mi caminata acompañado de mis fieles Yogui y Yago. He subido con decisión a la sierra acompañado del jadear y juegos de mis canes, que adivinaban que sería un día especial para este cronista. He seguido mi rutina habitual: tomar fotos del privilegiado entorno y mandar mi saludo matinal a esos quince o veinte habituales de mi lista de wasap… Pero, como mariposa loca, revoloteaba mi ilusión preocupada por lo que podría suponer el día que iniciaba…
Había quedado en que, a medio día, nos reuniríamos a comer el grupo de amigos que íbamos a ir juntos al acontecimiento. Teníamos mesa y boletos reservados y la ilusión “en prevengan”.
Con ligero retraso, llegamos al lugar de la cita. Cobos -que ejerce de nervioso anfitrión- me acaba de llamar, preocupado por el retraso. Habíamos quedado la víspera, para un asunto de especial significado para mí… Resuelto el asunto del compromiso con cierta tensión por mi parte, nos integramos en el grupo. Tras las presentaciones de rigor y aperitivo previo, pasamos al comedor, donde tengo el placer de saludar a mi primo “Tambor” y Esperanza, su esposa, que se muestran especialmente solícitos. Tomo asiento entre mi hermano, Javi, y mi amigo, Pepito. Poco a poco voy entrando en harina. Por un día, olvido mis cuitas y decido disfrutar de comida y compañía, que resulta ameno y distendido. La comida, excelente y reposada. La sobremesa, larga y amena. Llegada a la plaza, cola para retirar las boletas. Saludos, saludos, saludos. Todos se interesan por mi estado. He podido comprobar cuanto se me quiere por este mi segundo pueblo.
Héteme aquí, sentado en contrabarrera de sol, cerca de la línea de separación de sombra. A mi lado, Francis, mi cuñada, con la que compartiré confidencias a lo largo del festejo, calmando sus nervios de novata y aclarando aspectos de la lidia que, entiendo, no comprende bien. Mi primo “Tambor”, se sienta a mi otro lado. Mi amigo, José (sin tilde), que idolatra -como yo- a uno de los coletudos, ocupa el buen rellano que la empresa ha habilitado para la gente de silla de ruedas, en lugar preferente, acompañado de su madre y ángel guardián.
Desde el inicio del paseíllo, mi atención tiene un foco principal. Preside Teresa, la alcaldesa -a quien he saludado antes del festejo-, asesorada por una veterinaria y por Ginés, ese cúmulo de vivencias taurinas.
Hay expectación, mucha expectación. Una muy buena entrada en la cómoda portátil, con la que se ha saldado el desencuentro ayuntamiento-propiedad de La Caverina.
Corrida mixta, disfrazada bajo el epígrafe concurso de ganaderías, premios incluidos. Pero, como he dicho con anterioridad, solo tengo un objetivo, que a mí sólo me incumbe, con el respeto absoluto a los demás integrantes de la tarde.
De verde y oro, decididos gesto y mirada, marca los pasos con firmeza y elegancia. Con gesto seguro y pausado, saluda y espera. Hay madurez en este niño-hombre. La vida y el entrenamiento lo ha curtido, dándole motivos para crear su propia tauromaquia: elegante, ajustada, con entrega y, siempre con ese pellizquito que tanta personalidad le da e imprime. Esa que, desde los inicios, por su personalidad y frescura, engrilletaron mi admiración y entrega sin fisuras. No voy a hacer catálogo de sus capotazos y/o muletazos, que ya están ahí las crónicas de mejores plumas que la mía. Sí diré que éste es mi niño, mi espejo, mi TORERO (así, con mayúsculas), el que arranca emoción a mi alma y, alguna lagrimita, cada vez menos furtiva.

Me importa un pimiento lo que mi parcialidad pueda escocer. Soy libre, en un mundo que cada vez lo es menos, en un mundo en que cada vez se busca más lo “correctamente político” y el adocenamiento más escandaloso. Yo me alineo con lo que emociona y “este chico” lo hace. Cada día estoy más orgulloso de su fe y firmeza de objetivos. Sé que ése es el camino recto y del que va a ser muy difícil desviarlo.

Para terminar esta crónica apresurada, mi felicitación a todos los que han hecho posible la tarde.
Mi saludo y agradecimiento a los que se han alegrado de mi regreso a este mundo de pasión desbocada.
Mi especial reconocimiento a Fernando del Toro, por lo que él sabe. Mi cariño y compresión a la familia directa, mía y del torero, y a los amigos que he tenido la suerte de compartir estas vivencias inolvidables, marcadas a fuego sobre los costillares del alma.
Gracias, Maestro. Gracias, queridos amigos todos.
¡Nos vemos en los toros, los buenos toros de buenas plazas!
Éste, que lo es: “Zoquetillo”.
Por Marcial García García