De pequeño solía pasar estos días de la feria de septiembre en la plaza de La Condomina donde mi abuelo Ángel era el conserje. Para un crío como yo ése era un mundo apasionante desde el amanecer, cuando acompañaba al malogrado corralero Angelín a echarle de comer a los toros, hasta bien entrada la madrugada, cuando me retiraba a soñar con las historias del campo bravo que acababa de escuchar a los mayorales en las tertulias que se entablaban en el patio de caballos después de la cena. Así aprendí muchas cosas del mundo taurino. Y también así, mucho antes de hacerme pediatra, conocí la acondroplasia. Ya ven, una materia que llevaba adelantada.
Para los ojos inocentes de un muchacho de diez o doce años aquellas pequeñas personas que venían cada temporada con El Bombero Torero eran seres raros, insólitos, que me despertaban a la vez curiosidad y compasión por su aparente fragilidad. Lo más parecido que yo había visto en mi vida eran los siete enanitos de Blancanieves. Me resultaban tan desconocidos y novedosos que ni siquiera sabía cómo dirigirme a ellos, pues lo último que quería era que se pudieran sentir ofendidos por una involuntaria falta de respeto.
Con mis pocos años ya les sacaba dos palmos de estatura. Por eso, cuando vi un día a dos de ellos descargando un pesado baúl me ofrecí tímidamente a ayudarles. Se miraron sorprendidos y luego volvieron sus ojos hacia mí para estudiarme sin disimulo, sin duda sopesando mis intenciones.
-Gracias, chaval –me contestó finalmente el más veterano con una amable sonrisa, señal de que había aprobado su examen-. Pues acércanos ese cubo y la fregona, si no te importa.
Esa fue la primera lección que me dieron. Ante todo, que eran hombres, y bastante más fuertes que yo, un simple mocoso, y que me podía meter mi pretendida superioridad y mis dos palmos más de estatura en el estuche de mis lápices de colorines del colegio. También comprendí que, aunque bien pudieran haberlo hecho, no quisieron humillarme y me despacharon con la delicadeza de un pase por alto. Y en la misma lección me enseñaron que eran orgullosos, mucho, probablemente curtidos necesariamente por los continuos desafíos a los que la vida les sometía.
Con el tiempo me dejarían pulular entre sus bambalinas y cada año esperaba con ilusión su llegada a Murcia. Me encantaba saludarles, verles ensayar sus parodias, torear de salón, maquillarse, escuchar (y recibir) sus bromas y sus historias personales, contemplar su camaradería… y enseguida aprendí lo más importante: que son personas como nosotros -algo más bajitas, sí- a las que la vida y algunas gentes se lo han puesto más difícil que a los demás y que no quieren ni necesitan nuestra pena, sino nuestro respeto.
Los becerros de su espectáculo tenían aún los pitones pequeños y solían colarse por las troneras de los corrales. Yo siempre dejaba prudentemente que el bueno de Angelín fuera de avanzadilla, porque impone bastante encontrarte de sopetón un bicho de esos en un angosto pasillo de los patios, y desde siempre he admirado la valentía y el tremendo ejemplo de superación de estos hombres que deciden ganarse el pan haciendo reír a los niños ejerciendo una profesión tan respetable y difícil como el toreo cómico. Porque, ténganlo todos muy claro, ante todo y sobre todo son toreros.
Esto quien sí que lo tiene muy claro es la FFW, la Fundación Franz Weber, presidida por Leonardo Anselmi, un siniestro charlatán argentino afincado en España (para alivio y alborozo del probable próximo presidente Javier Milei), que ha hecho del antitaurinismo su lucrativo medio de vida. Para esa oscura fundación todos los toreros están en su diana, sean grandes o pequeños, y la acondroplasia les importa menos que un mustio pepinillo. Es más, no tienen escrúpulos en utilizarla como trampantojo en su lucha para conseguir la abolición de las corridas de toros. No quieren que los niños se inicien en la afición taurina. Ese es el verdadero motivo por el que han pedido la suspensión del espectáculo “Popeye torero y sus enanitos marineros” programado de manera muy loable, por cierto, por parte del empresario Ángel Bernal para nuestra feria de septiembre. Desafortunadamente algunos de nuestros políticos más mojigatos han caído en la trampa y lo han prohibido.
Hasta ahora, la Ley General de Derechos de las Personas con Discapacidad y de su Inclusión Social establecía que las personas con discapacidad participarán en los espectáculos públicos y en las actividades recreativas, incluidas las taurinas, “sin discriminaciones ni exclusiones que lesionen su derecho a ser incluidas plenamente en la comunidad”. Entonces ¿Qué prohíbe la ley? A propuesta de Esquerra Republicana, antitaurinos declarados, se introdujo una modificación de forma subrepticia prohibiendo “el uso de personas con discapacidad para suscitar la burla, la mofa o la irrisión del público de modo contrario al respeto debido a la dignidad humana”.
Por tanto, ¿se prohíbe el toreo cómico? No, solo la burla y escarnio de discapacitados. ¿Y por qué pueden practicarlo personas de talla normal pero no los acondroplásicos? Porque a juicio de los denunciantes el público se ríe a causa su patología –se ve que a sus ojos enfermos el enanismo les parece motivo bastante de disfrute-, mientras que en el caso de los toreros “normales” es necesario que la parodia sea graciosa (un buen guión, una adecuada caracterización, una actuación acertada…) ¡Y qué sabrán los denunciantes de qué me río yo como espectador!
No soy experto en Derecho, pero tras leer el magnífico y muy recomendable artículo del abogado D. Francisco Gordón Suárez titulado “La discapacidad y los espectáculos cómico-taurinos: historia de una prohibición” (blog El notario del siglo XXI), me parece que ésta va a ser una más de las barbaridades legales que se ha aprobado durante este Gobierno y sus socios, arbitraria y de muy difícil aplicación, y, más que probablemente, anticonstitucional por claramente discriminatoria. Según razona dicho jurista, la prohibición vulneraría varios derechos constitucionales: el derecho a la producción y creación artística, el de promoción y acceso a la cultura, el de libertad de empresa y el de libre elección de profesión u oficio. O sea, que habrá previsible batalla en los tribunales.
Como bien afirma Chapu Apaolaza en su artículo “Dos o tres matices sobre los enanitos toreros” (The Ojective, 30.9.22), en todos los movimientos prohibicionistas subyace la tentación –la falsa excusa, diría yo- de proteger a la gente. Pero si les dan a elegir entre ser discapacitados o toreros y estas personas han decidido lo segundo, ¿quién es nadie para arrebatarles ese derecho?
Por otra parte, profesionalmente tengo inmejorables referencias de doña Susana Sempere, acondroplásica y presidenta de la asociación Crecer en Murcia, que se ha mostrado públicamente muy satisfecha con esta prohibición, pero creo sinceramente que se equivoca. Como nos ha ocurrido a tantos de nosotros, creo que cualquier niño que asista a uno de estos espectáculos tendrá ocasión de conocer directamente la acondroplasia, admirará a estos pequeños grandes artistas, reirá CON ellos y los valorará y respetará para el resto de su vida.
En Cádiz las conocidas figuras del carnaval El Coñeta o Jose Molina son libres de hacer recurrentes chistes respectivamente sobre su paraplejia o sobre su mano amputada y nadie se atreve a prohibírselo por considerar que afrenten a los tullidos. Durante años el pequeño Popotxo ha sido el alter ego de Javier Gurruchaga y nos han regalado actuaciones esperpénticas memorables con su transgresora Orquesta Mondragón. Y ningún Anselmi ni sus secuaces tienen agallas para criticar a Peter Dinklage, quizás el acondroplásico más famoso del mundo actualmente, que protagoniza los diálogos más descarnados y las escenas más escabrosas a cuenta de su condición en su papel del genial Tyrion Lannister en la serie “Game of Thrones”. Podríamos hablar de la película Campeones… Son solo algunos ejemplos de “presuntos discapacitados” que han logrado el éxito ejerciendo su libertad para sobreponerse a su adversidad.
Porque, que no nos engañen, de eso se trata: de ejercer la libertad. La lucha de los “enanitos” toreros es la nuestra. Y mientras los totalitarios, fanáticos e intolerantes pongan su libertad en peligro, también lo estará la de la sociedad libre. Por eso los acondroplásicos no me dan pena; quien de verdad me apena somos nosotros y, de seguir así, nuestro futuro.
Por José Luis Valdés
